No podemos articular palabra sin que el goteo llegue a nuestra boca. Sin que el destino se haga con nosotros. Sin que el porvenir nos juegue una mala pasada. ¿Qué será? ¿Qué será sin los besos de aquel que nos besaba o sin los abrazos de aquel que tanto nos gustaba abrazar? No estamos preparados para la muerte y, sin embargo, la muerte siempre llegará.

Puede ser que, entrando en un estado de negación, algunos ignoremos la ausencia de la vida; que es mucho más que el eclipse de la luna con el sol, que lo es todo, porque a su vez no es nada. Sobre la ausencia podría escribir, con el tallo de una rosa como bolígrafo, y con la sangre como tinta. Pero ninguna rosa queda para plantar y, mientras estas líneas escribo, la sangre se congela.
Puede ser que el único cometido que tengamos en esta vida sea, precisamente, dejar esta vida. Lo único que sabemos con total probabilidad es que, algún día, o quizás alguna noche, dejaremos de latir. Por ello maldigo a la tenebrosidad de la muerte. Y a lo oscuro que es el negro del luto. Aquellos que de cerca lo hayan visto, sabrán perfectamente de su negrura.
Un agujero que te roba, que te hace sentir un aterrador vacío en el interior del cuerpo, imposible de describir. Una llantina y un llanto que se apoderan. Un peso gravitatorio que espolea hacia el suelo. El desconocimiento, junto a ese sentimiento que hubiera sido inimaginable previamente. En dichas noches las lágrimas brotan solas. Llorar como nadie hubiera sido capaz de llorar.
¿Qué sucede en este mundo cuando alguien se marcha, cuando una familia queda destrozada? Una niña sin su madre, una nieta sin su abuela, un hijo que se va. Un amigo de verdad, una pareja, ya no están. Y la vida sigue, dicen. Y al mundo no le pasa nada. Pero, mientras, desde aquí, escucho a una niña llorar. Es agudo, no parece parar. La gente pasa a su lado, la cama se hunde. La oscuridad la abraza. La muerte se ha apiadado de ella. Una vez más.