Es cierto que la noche tiene algo que el día no tiene. Existe cierto estupor que marca la diferencia, un aura que supera a los clichés de la luna, a los búhos y a la oscuridad: ni me hace falta abrir la ventana para saber que la noche me envuelve entre sus palabras y que todo es distinto aquí dentro.

En la noche siento a veces que el tiempo pasa muy rápido. Algo que me aterra completamente: ese paso del tiempo parece romper los relojes. Ese tic tac demonizado pretende susurrarme cosas: que duerma, que escriba, que lea, que sea. Pero muchas veces no soy. Porque, sin embargo y a pesar de todo, a veces la noche está hecha tan solo para sentirla pasar. Sentarse y saber que todo podría estar mal. O incluso para saber que todo está mal. Y dejarlo estar.
Algunas veces me han advertido de lo poco que duermo, como si no fuera yo el que lo advirtiera e intentara burlarlo. Y es cierto, y lo confieso: durante el día todos me aburren un poco más. Hoy sé que no tengo insomnio, sino que el insomnio me tiene a mi y cada noche piensa en la pesadez de aguantarme con el tecleo del ordenador, con el subrayador amarillo o con los libros de Julio.
«Me temo que usted no sabe lo que se siente». El estar feliz hace de la noche lo mejor y más bonito del día. Sin embargo, el estar triste, profundamente triste —deprimido o asqueado de la vida— hace de la noche una pesadilla, pero a la misma vez la salvación del ser. Que se lo digan al cuervo de Poe. O a Bukowski. Desconozco realmente si es apropiado revelar que he leído mucho del último.
Abril ha sido realmente complicado y mayo parece ser que también lo será. Soy optimista pero pesimista. Ni vaso medio lleno ni vaso medio vacío: me lo he bebido. He de confesar que antes de esto hace un tiempo que no escribo: a veces me olvido de mi decisión de entregarme al columnismo pasional. Otras no me olvido pero las letras no salen, bien porque no hay palabras para reflejar lo que siento, o porque no hay sentimientos para reflejar lo que escribo.
Aun así en el escritorio de mi ordenador resiste una novela sin acabar, que de someterse a análisis podría estar incluso sin empezar. Un relato para un concurso que no ganaré, con un inicio que no me gusta, un desenlace que engancha —pero no mucho— y un final aún por determinar. También, cuando la vida me devuelve tiempo, lloro mucho releyendo las columnas de David Gistau. Pero poco más. Este mes ha estado lleno de suspiros: de exámenes, de noches de insomnio, de no poder. Pero qué será la vida sin estas noches. Sin este cierto estupor. Sin este aura.